top of page
Buscar
  • Foto del escritorCEDI

El problema del “largo plazo”, o sobre la ausencia de planificación económica

Actualizado: 6 sept 2019


“En el largo plazo, estamos todos muertos” dijo una vez John Maynard Keynes. Esta frase revolucionó su tiempo y marcó un antes y un después en la teoría económica. Keynes intentaba solucionar la peor crisis del capitalismo de la historia: el crack de la bolsa del 29’. Con una caída del producto estadounidense del 27% entre 1929 y 1933 y con un desempleo que llegó a alcanzar el 25%, parecía evidente que la teoría clásica, que conceptualizaba la economía como una sumatoria de equilibrios constantes, no podía explicar la causa y magnitud de la crisis y, en consecuencia, no podía dar soluciones para salir de ella.



La frase de Keynes buscaba criticar la creencia clásica de que una economía operaba en todo su potencial en todo momento, en la que aumentos de demanda necesariamente se traducirían en un aumento de precios en el largo plazo, algo no deseable desde el punto de vista económico. La intuición de Keynes era correcta: mientras la deflación agravaba la crisis, estímulos hacia la demanda (la cual seguía contrayéndose) por parte de la política económica, dinamizarían la economía, de forma de entrar en un círculo virtuoso en el que fuera la propia demanda la que incentivara la producción y lograra la reacción y la puesta en marcha de la capacidad productiva –hasta entonces cada vez más ociosa– estadounidense. El impacto en precios no existiría, bajo ese contexto, pero, aun de suceder, éste sería despreciable y, en todo caso, positivo en su afán de recuperar el crecimiento económico.


Sin embargo, la frase ha sido llevada más allá de un contexto particular y casi universalizada dogmáticamente. Tanto es así que muchos economistas la repiten hasta el hartazgo, enmarcando los factores que operan sobre la Oferta de una economía como “anecdóticos” y centrándose únicamente en lo que sucede con la Demanda, marcándola como la principal y única fuente de crecimiento y desarrollo.


Ahora bien, ¿nunca estamos en el largo plazo? ¿Siempre hay “más” por producir? La historia, y ya enfocándonos en Argentina, nos da ciertas pistas para contestar esta respuesta: tomar políticas de expansión de la demanda cuando la argentina tenía 25% de desempleo, venía de contraer su producción un 20% en 4 años y la capacidad productiva inutilizada era del 50% (2002), se erigía como la manera más acertada de salir de la crisis, de retomar la senda del crecimiento y de brindar alivio a una población estrangulada durante larga data; mantener ese exacto mismo enfoque en 2011, cuando la utilización de la capacidad productiva rondaba el 80% (guarismos récord que pueden asemejarse a pensar en una economía de “pleno empleo”), se venía de 2 años de crecimiento muy fuerte y el desempleo estaba en niveles muy bajos es, cuando menos, naive. Tener en cuenta esto es vital si se quiere explicar los desequilibrios que nos encontramos hoy en día.

A partir de la reelección de CFK en 2011, el estímulo a la demanda se dio básicamente a través de tres factores: el atraso del tipo de cambio real (1), el atraso en las tarifas de servicios públicos y el incremento del empleo público muy por encima del promedio de la economía (y, sobre todo, por encima del empleo privado registrado). Los primeros dos incrementaban artificialmente el salario, mientras que el último, por supuesto, aumentaba la masa salarial y la disponibilidad de ingreso para consumir.


El atraso en tarifas se sustentaba en el incremento del gasto en subsidios del fisco, el cual, sumado a la entrada constante de empleados públicos, fue deteriorando el saldo presupuestario del gobierno. Este creciente déficit hizo necesaria su financiación. En la práctica un déficit puede financiarse con deuda, con emisión o con el incremento de impuestos. Se optó por las últimas dos opciones. La emisión de pesos por encima del nivel requerido por los fundamentales de la economía (es decir, por encima del nivel de tenencia que la gente consideraba óptimo (2)), además del bombeo en la demanda sobre una oferta al tope de su capacidad (una oferta que había alcanzado el largo plazo), generaron presiones alcistas sobre el nivel general de precios. Al mismo tiempo, el incremento de la presión tributaria sobre las actividades formales de la economía actuaba como un desincentivo a la expansión de esa oferta congelada, lo que determinó que la inversión productiva se viera mermada o, al menos, mal direccionada (3). El nivel de inflación alto, junto con un tipo de cambio nominal (el precio del dólar) que se movía muy por detrás de los precios, determinó que la argentina se encareciera en dólares, no sólo para inversores, turistas y compradores externos, sino también para aquellos sectores tradicionalmente exportadores (el agro), dando como resultado una oferta de dólares doblemente golpeada. Como contracara, ese mayor poder adquisitivo en dólares se evidenció en una demanda local de dólares creciente, ya fuera para turismo exterior o para importar bienes de consumo. En una economía libre, esos movimientos hubieran significado una depreciación del tipo de cambio, pero la respuesta económica fue, por un lado, instaurar el tan conocido cepo cambiario (con las distorsiones macro y microeconómicas de todo nivel que suscitó) y, por el otro, gastar reservas del BCRA en sostener su precio (en diciembre 2015 había US$ 25 mil millones, frente a US$ 52 mil millones en febrero 2011).


El nuevo gobierno llegó al poder con la promesa de corregir estos desbalances, a saber: bajar la inflación, reducir el déficit fiscal, reducir la carga tributaria, liberar el tipo de cambio y corregir las tarifas de servicios públicos. En la teoría esto era, simplemente, ajustar. Una economía que estaba gastando más de lo que producía y que, simultáneamente, no tenía forma de incentivar un incremento en la capacidad productiva del país, necesitaba reorientar la disposición económica hacia un crecimiento basado en la inversión (que expandiera la Oferta de bienes) y no en el consumo.


Corregir estos desbalances requería no sólo de un plan sistemático y coordinado de política fiscal, tarifaría, productiva y monetaria (algo que nunca ocurrió) sino también de un diagnóstico serio y atinado sobre la situación de dichos desequilibrios. Cuando se erra en el diagnóstico, lo seguro es que se erre en la implementación de la corrección, y eso fue exactamente cómo se dieron los primeros meses de la nueva gestión.


El primer gran error fue la hipótesis (perpetrada por alguien que incluso se mantuvo en el directorio del BCRA hasta hace muy poco tiempo) de que, en octubre 2015, los precios estaban fijados a un dólar de 15$, por lo cual una devaluación no generaría aumento adicional de los precios. Se caía de maduro que los precios de los alimentos, sectores con acceso asiduo al mercado de cambios (en especial aquellos con posibilidad de exportar, como carnes, leches, harinas, trigo, maíz, pescado, etc.), seguían fijados a 9$, ya que muchos de sus costos estaban en esa línea y la opción para exportar (competidor directo con el mercado local), justamente, se realizaban a ese precio.


Ese pecado original, sumado a un gran (e infundado) optimismo del nuevo gobierno, llevó a que el BCRA adoptara un esquema de metas de inflación. En sí, el esquema puede ser más o menos discutible, pero la ambición de las metas iniciales (planteando un 25% de inflación para 2016) limitó el poder de acción y, sobre todo, erosionó de plano la credibilidad de la autoridad monetaria, lo que es un pilar fundamental en tales regímenes. Por si fuera poco, a la subestimación de la depreciación brusca en los precios se sumó la creencia de que el incremento de tarifas públicas tenía un impacto deflacionario en los índices de inflación, ya que la gente, al tener que gastar más en los servicios públicos, dejaría de consumir otros bienes y eso presionaría a la baja sus precios. Por más ridículo que suene, este enfoque denominado de “equilibrio general” podría ser, con todo, apenas acertado en el largo plazo; lo que no hay que dejar de soslayar es que aumentos de 175% en la tarifa de gas, de 450% en la tarifa eléctrica y de 295% en la de agua iban a dejar su marca en la inflación de 2016. Con 40% de inflación en el primer año de mandato, los grados de libertad del BCRA estaban en aprietos.


La adopción de un sistema de tipo de cambio flexible también sesgó de incertidumbre tanto a inversores como productores: el dólar llegó a 16$ en marzo 16 para luego caer hasta 13,8$ y mantenerse en los 15-16$, un poco más tarde, hasta junio 17, que es cuando se perfora el techo de 16$ definitivamente. Si las decisiones de inversión dependen del dólar (y sobre todo de los sectores exportadores), promover la inversión productiva con niveles tan volátiles en el arranque peca de voluntarismo. Conjuntamente, los idas y vueltas en materia tarifaría (recordemos las decisiones judiciales de retrotraer tarifas por la no realización de audiencias públicas) aportaron su grano de arena para fogonear la incertidumbre general y la de las empresas relacionadas en particular (reflejadas en la tendencia decreciente del precio de sus acciones, luego del salto al inicio por las expectativas de ajuste y corrección de precios relativas).


De la mano de un régimen sustentado cada vez más en financiamiento en los mercados de capitales y de deuda (en vez de la emisión monetaria), la política monetaria no sólo llevaba las tasas de interés a niveles muy altos (contra la dinámica del dólar, no tanto contra la inflación) sino que permitía los flujos de capitales irrestrictos, y en especial los de corto plazo, susceptibles de emigrar en cuanto la situación se volviera más endeble (algo que se evidenciaría en estos últimos meses).


El déficit en la balanza de servicios de la cuenta corriente no acusó el salto en el tipo de cambio, sino que se incrementó 41% hasta los US$ 8.200 millones en 2016, y a los US$ 10.000 millones en 2017, explicado en su totalidad por la cuenta de viajes y transporte. Teniendo en cuenta que las exportaciones no reaccionaron como el gobierno esperaba (lo cual es entendible, dado el período de reacomodamiento que se está atravesando, el cimbronazo en la economía brasileña y el requerimiento de tiempo necesario para que las actividades transables establezcan su marco de negocios) y que las importaciones siguieron a un ritmo muy fuerte -en parte por las mayores compras de bienes de capital, indispensables para encausar la inversión productiva en un país que no cuenta con esos productos, pero también en parte por mayores compras de bienes de consumo y, en especial, de vehículos automóviles-, el déficit de cuenta corriente pasó de 2,7% del PIB en 2015, a 4,9% en 2017, luego de mantenerse inalterado en 2016. En una economía más dependiente del financiamiento externo (y, por ende, expuesta a shocks globales), agregar necesidades de dólares por US$ 32.000 millones agravaba esa volatilidad en el frente internacional.


Luego del 28-D (reunión en que participaron Marcos Peña, Nicolás Dujovne y Federico Sturzenegger, este último sin hablar y dando una imagen de derrota política), se decidió el cambio en las metas de inflación para los años subsiguientes (4). Es verdad que las metas eran totalmente absurdas (y no menos lo fueron las nuevas), por lo cual discutir esta medida puntual no tiene mucho sentido; incluso hasta fue tal vez una muestra de “sentido común económico”. Sin embargo, acompañando esta medida, el BCRA decidió bajar las tasas de interés de política monetaria para “ser consistente con las nuevas metas”, disminuyéndolas de 28,75% a 28% y luego a 27,25%, mientras que la LEBAC corta (a 28 o 35 días, la más relevante en términos de drenar pesos del mercado) pasó de 28,75% a 26,3% hacia abril. Esto no sólo fue una señal al mercado de que el BCRA ya no estaba actuando en consistencia con el régimen de metas de inflación adoptado, sino que, de por sí, la tasa de interés dejó de ser atractiva como inversión.


La situación internacional también se agravó, paralelamente: la tasa de interés del bono del tesoro estadounidense a 10 años subió hasta alcanzar 3% (5) y el dólar se comenzó a fortalecer a lo largo del globo (paradójicamente fogoneado por los rumores de guerra comercial entre EEUU y China). Este descalce entre bonos, las presiones alcistas sobre el dólar a nivel global, la certeza de la fragilidad financiera y de cuenta corriente argentina, la baja rentabilidad de los activos en pesos (típicamente LeBacs), la señal de que el BCRA no tenía autonomía para controlar su propia política monetaria, rumores sobre nuevos impuestos sobre la renta financiera y una de las peores sequías de la historia derivaron en un desarme de posiciones de activos locales y la consecuente fuga de capitales que llevó el dólar desde 20$ a 24$, primero, y luego hasta 28$, en primera instancia.


Los errores de política económica en el medio fueron numerosos. Por ejemplo, las intervenciones esporádicas y timoratas en el mercado de cambios, que ocasionaron una pérdida de US$ 10.000 millones en materia de reservas internacionales. Otras medidas, algo más acertadas, fueron la recuperación de la autonomía del BCRA (que llevó la tasa de interés al 40%) y la emisión de un bono en pesos (a tasas ridículamente bajas) al que suscribieron con dólares fondos de afuera, lo cual brindó tranquilidad cambiaria al menos por un tiempo. Eso sin contar cambios de gabinete, que parecían hacerse desear.


La decisión del gobierno para hacer frente a la volatilidad financiera fue acudir al FMI. El primer acuerdo garantizaba el repago de los vencimientos en dólares hasta 2019. La contrapartida se dio en términos de ajuste: hasta el año 2020, la obra pública se reducirá en 1,6 puntos del PBI, los gastos de funcionamiento (que incluyen salarios de empleados públicos y bienes y servicios adquiridos por el Estado) 0,7 puntos del PBI y las erogaciones destinadas a subsidiar tarifas públicas lo harán en 1,1 puntos del PBI. Así, en total, la reducción del gasto acumularía en tres años un 3,7% del PBI. La única partida que continuaría ganando participación sobre el total del producto son las prestaciones sociales (jubilaciones, AAFF, AUH, etc.).


Lo cierto es que la depreciación del dólar no brindó señales de corrección de los desequilibrios externos: la cuenta corriente no acusó mayores golpes en el segundo trimestre. Por otro lado, el requerimiento del FMI de desarmar la bola de LEBACs, forzó a que el BCRA optara por volcar esos pesos -que estaban inmovilizados en las LEBACs- al mercado. Sumados a esta nueva disponibilidad de pesos que no tenían un destino cierto, los cambios constantes de política monetaria erosionaron aún más la confianza en el gobierno, lo que generó nuevas presiones sobre el precio del dólar. Pese a intervenciones a través de la venta infructuosa de reservas, aquél tuvo un nuevo salto, a 40$, en un claro escenario de corrida cambiaria. Esto profundizó el escenario recesivo, ya que saltos discretos del tipo de cambio tienen un traslado (más pronto que tarde) a precios.

En este marco, se revisó el acuerdo con el FMI, logrando que el monto de desembolsos no sólo se ampliara, sino que se adelantara. Así, el gobierno se aseguró gran parte del programa financiero de 2018 y 2019, trayendo relativa seguridad de que los bonos argentinos serían repagados (y, por lo tanto, que el default se evitaría a toda costa). Al mismo tiempo, el ingreso de Guido Sandleris al BCRA, con la consecuente instauración de un programa monetario de corte netamente monetarista (6), y la decisión de adoptar bandas de flotación cambiaria pura bastante amplias (es decir, libre de intervención del BCRA) brindaron un marco de mayor previsibilidad para los inversores externos. El resultado fue la calma del dólar en torno a los 37/38$, que, al margen de ciertos momentos de titubeo, se viene manteniendo.


Un país con desequilibrios de partida tan pronunciados, y agravados por errores de diagnóstico e implementación, necesita plantear tanto política como económica y culturalmente un horizonte de más largo plazo. Abordar de manera integral la forma de incrementar el nivel de vida de manera sostenible y no a través de políticas artificiales, requiere un nuevo diagnóstico y un estudio integral, particularizado en cada sector de la economía que pueda identificar nichos a explotar hacia delante y, en base a ellos, actuar desde el Estado brindando un marco macroeconómico estable. Es fundamental eliminar los ciclos de abruptas subas y caídas del producto, ya que generan destrucción de capacidad productiva de largo plazo, sólo logrando que nos empobrezcamos cuando creemos estar enriqueciéndonos.


Notas al pie:


(1) El tipo de cambio real (TCR) es la relación a la cual se intercambian bienes con el resto del mundo. El atraso de esta variable significa que somos más caros (usualmente, medido en dólares) para el resto del mundo y que nos resulta más barato consumir en el exterior (léase, importar o viajar afuera). Esto funciona como un aumento del salario, de facto.


(2) O, lo que es lo mismo, aumento de la oferta de dinero por encima de la demanda de dinero.


(3) Vale recordar que, en escenarios con inflación moderada-alta, las señales que permiten invertir de manera inteligente se ven difuminadas

(4) Se pasó del 10% en 2018 al 15%.


(5) Esta inversión se considera como “libre de riesgo” por antonomasia. Un incremento en esta tasa hace que afluyan capitales desde inversiones menos seguras (caso típico son los bonos de mercados emergentes como la Argentina) hacia estos bonos. Esto incrementa las tasas a las que toma deuda el país, y también genera tendencias a depreciar el tipo de cambio, justamente porque para invertir en los bonos extranjeros hace falta, primero, adquirir la divisa correspondiente (dólar).


(6) Esto quiere decir que se focaliza en la cantidad de dinero que hay en la economía. El nuevo plan consiste en mantener estable la base monetaria (circulante en manos del público y encajes de los bancos en el BCRA) hasta junio de 2019. Esto, en la teoría, está destinado a controlar la inflación y a restringir las posibilidades de inversión en activos tales como el dólar.

80 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo
bottom of page