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La historia nacional y el impuesto a la riqueza

POR Lic. Sebastián Pasquariello


Fuente: latinta.com.ar


Desde el mismo momento en que se insinuó la posibilidad de imponer un nuevo tributo sobre los mayores patrimonios del país, se han sucedido diferentes reacciones. Aún hoy, con el panorama más claro sobre quiénes serían los que paguen, las discusiones no parecen acallarse. Desde los sectores reaccionarios se busca instalar la idea de que este tributo seria “distorsivo”, en un contexto en el cual gravar a los “generadores de empleo” empeoraría aún más la situación de crisis, evitando la recuperación. Es decir, se intenta decir que los patrimonios del 0.025% de la población no deben tocarse en pos de la mejora colectiva.

Con el fin de un mejor abordaje de la temática proponemos un breve repaso histórico:

Para principios de la década de 1910, tras un festejo del Centenario de Mayo teñido de represión a los sectores combativos, un grupo lúcido de la clase dirigente, liderado por el Presidente Roque Sáenz Peña, entendía la necesidad de modificar su legitimidad en el ejercicio del poder. La inviabilidad de una sociedad basada en la represión constante de las demandas populares dio nacimiento, así, a la conocida Ley Sáenz Peña de 1912, que mediante el voto secreto y obligatorio (lejos todavía de su pretendida universalidad) permitiría la llegada de Hipólito Yrigoyen al poder. Se daría inicio, de esta forma, al primer gobierno que contemplaría las demandas de sectores medios y populares de la nación. Esto, permitiría la utilización del Estado y la política para dar un cierto freno (si bien todavía modesto) a los poderes económicos dominantes.

Este tipo de discusiones no revisten ninguna novedad, ya que la historia se encuentra plagada de ellas, y el caso de la Argentina es muy notorio. En la época de la Gran depresión del ‘30 hallamos un antecedente interesante. En las décadas previas a su estallido, en las cuales el credo liberal dominaba las altas esferas del poder, el sistema impositivo nacional basaba casi todos sus ingresos en el comercio exterior. Por abultada diferencia, la gran masa de tributos del Estado provenía del impuesto a las importaciones.

Tomemos en cuenta que estos recursos solventaban un Estado Liberal, es decir, aquel garante de la seguridad interna y las relaciones internacionales, pero poco dedicado a la cuestión social. De todos modos, el notorio endeudamiento externo que caracterizó a este período da cuenta, en parte, de una estructura impositiva poco proclive a perdurar en el tiempo.

Seria justamente la situación creada por la Gran Depresión la que pondría en evidencia esto último. El Estado aumentaría necesariamente sus funciones y su intervención en la economía, con medidas novedosas para el país, entre las cuales destacan la aparición de distintos entes reguladores, la creación del BCRA y la imposición del impuesto a los réditos (el impuesto a las ganancias actual). Es de notar que estos cambios fueron llevados adelante por gobiernos conservadores, emblemas de la “Década Infame”, los cuales nadie podría tildar de comunistas ni revolucionarios. En una clara demostración de los rechazos que este último tributo causaba, el mismo fue planteado como temporario, a cobrarse tan solo en 1933. Sin embargo, como sabemos, ha perdurado hasta la actualidad, representando el segundo tributo que aporta mayor cantidad al fisco.

Esta necesidad de la política para frenar la omnipotencia del poder económico tendría una notable reedición para la década del 40. Mas precisamente en el año 1944, la Argentina debía proponer los lineamientos de su futuro tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial. Durante los años que duró la misma, el país había podido fortalecer su proceso industrial, ya que la demanda insatisfecha de los países latinoamericanos requería de una oferta alternativa de productos. El aparato productivo local había adquirido un funcionamiento tal que, para 1944, el PBI industrial superaría por primera vez en nuestra historia al agrario. El nivel de ocupación que esta situación demandaba, se sabía en el momento, no lograría mantenerse tras la resolución del conflicto bélico, ya que las economías desarrolladas que se recuperaran de la guerra volverían a colmar la oferta de productos industriales en el mundo.

El General Perón, en este contexto, proponía en un discurso muy recordado ante los principales sectores del poder económico que el remedio para evitar la agitación general era suprimir la injusticia social. Básicamente, lo que planteaba era “dar a los obreros lo que estos merecen por su trabajo y lo que necesitan para vivir dignamente”. Así, en un claro intento por incidir en la redistribución de la riqueza, concluía que “es necesario saber dar un 30 por ciento a tiempo que perder todo a posteriori”. Aquí Perón, como parte de la clase política, daba muestras de una notoria lucidez en la apreciación del mundo que se avecinaba, en el que los Estados de Bienestar permitieron el buen andar del capitalismo occidental por las próximas tres décadas.

Salvando las numerosas diferencias, hoy la discusión parece encaminarse hacia un dilema similar. En el marco de la crisis mundial que ha traído la pandemia del COVID-19, varios países parecen apuntar sus miradas hacia las grandes fortunas acumuladas en las últimas décadas de despilfarro neoliberal. En la propia potencia del norte, no solo una candidata demócrata sino parte de los multimillonarios norteamericanos comienzan a proponer un impuesto extraordinario a la riqueza. Parece lógico suponer que un pequeño porcentaje de gravamen a los patrimonios más altos ayude a financiar la inversión que el Estado se verá obligado a hacer para compensar a los sectores perdedores en esta crisis.

En la Argentina comienza a discutirse lo mismo. La gran diferencia, en este caso, parece relacionarse con lo que Ángela Merkel le decía al presidente Fernández en la visita de éste a Europa el pasado febrero. Según la Canciller Alemana, el problema de América Latina es “que los ricos no quieren pagar nada”. La Argentina representa un caso emblemático en este sentido, cuando se ve, por ejemplo, a uno de los empresarios más ricos del país despedir a 1450 trabajadores en plena crisis por la pandemia.

Otro problema adicional, es que venimos de cuatro años en los que, una vez más, el poder político y el económico parecían aunarse más que equilibrarse. El gobierno de los CEO que encabezó Mauricio Macri retrocedió en muchos aspectos hacia principios del siglo XX, colocando en puestos clave del poder a los representantes de las grandes corporaciones económicas. Proponer un impuesto extraordinario a la riqueza, en este contexto, presenta serias dificultades. La necesidad de una clase dirigente política lúcida, como en los casos citados de 1912 y 1944, se vuelve entonces, una vez más, acuciante. Ante la miopía histórica de un poder económico incorregible, se hará necesario el accionar de la política y el Estado, tal como estos fueron clave en la sanción de la Ley Sáenz Peña y en la ejecución de la política social peronista.

El período neoliberal que se inaugura en el mundo a fines de los ‘70, y sobre todo tras la caída del Muro de Berlín en 1989, tuvo su correlato en la toma de decisiones tributarias. Así, se impuso, sobre la idea de que “mucho impuesto mata al impuesto”, una fuerte rebaja en términos impositivos sobre los sectores considerados “productivos”, es decir, los que más ingresos tienen. Todo esto, sustentando fuertemente la “teoría del derrame”: si a los ricos les va bien, el conjunto de la sociedad necesariamente se vería beneficiada.

La expresión de estas posturas en la Argentina se dio con distintos matices, pero pueden notarse primero con la Dictadura Militar de 1976-1983, y luego con los gobiernos democráticos de Carlos Menem y Fernando De la Rúa en los 90 y el de Mauricio Macri entre 2015 y 2019. El común denominador de estos es bien conocido: fuerte crecimiento del endeudamiento público y privado; aumento exponencial de fuga de capitales; y enorme deterioro de las condiciones económicas y sociales de la población. Los gobiernos que los sucedieron, por su parte, debieron rever la cuestión impositiva, producto de la necesidad de Estados presentes que puedan paliar la situación social, al tiempo que hacer frente a los compromisos externos.

Podemos entrever, entonces, que aquellos gobiernos que pusieron en el centro del debate la progresividad del sistema impositivo obtuvieron mejores resultados en términos económicos y sociales. Aquellos que, por su parte, cuestionan la carga impositiva a los sectores de mayor poder adquisitivo, han sido los que generaron abultadas deudas externas y fuertes grados de desigualdad social. Por tanto, han dejado, además, el problema de generación de recursos a aquellos gobiernos que deben hacerse cargo de sus deudas. La particularidad actual, en el caso del gobierno de Alberto Fernández, es que debe hacer frente a una crisis sin antecedentes, al tiempo que lo heredado por el gobierno de Macri reviste también elementos inusuales. Por ejemplo, que el FMI sea el principal acreedor externo, con todo lo que ello implica en términos de condicionamiento.

Quizá sea tiempo, entonces, de pensar que el impuesto a la riqueza extrema es no solo una necesidad temporaria, sino que debería llegar para quedarse. Incluso viene siendo demandado previamente a la situación de crisis desatada por la pandemia de COVID-19. El reconocido economista francés Thomas Piketty es, tal vez, el caso más visible de numerosos ejemplos de ello.

Pero, como es de esperarse, las cargas impositivas, y aún más aquellas que implican mayor progresividad, son vistas como “distorsiones” por quienes anhelan situaciones de privilegio, poco proclives a perdurar en el tiempo. Los sectores del poder económico conocen, sin dudas, la historia del país, y reaccionan en consecuencia. Su temor se asocia a la posibilidad cierta de que tributos planteados como temporarios perduren lo suficiente como para pasar a ser parte del entramado fiscal de una nueva sociedad. Esto ha sucedido y puede volver a suceder. Pero lo que no parecen darse cuenta es que los años de evasión, endeudamiento y fuga tienen consecuencias, y llega el momento de atenderlas. Algún día será el turno de que sean ellos mismos quienes lo paguen. Llegó el momento, tal vez, de aprender de los ejemplos pasados y actuar en consecuencia.

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