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Chile y Ecuador: UNASUR y un error estratégico de las derechas latinoamericanas

| Por Ab. y Lic. Andrés Lagarde


En el último mes de octubre fuimos testigos en Ecuador, primero, y Chile después, de grandes manifestaciones sociales ante el intento de los respectivos gobiernos de implementar distintas medidas restrictivas o de ajuste. Una represión desmedida de las fuerzas de seguridad y la persecución de líderes exponentes de la oposición fue la respuesta oficial a las masivas protestas. Los detonantes fueron: la quita de subsidios, que provocó el aumento del precio de combustible (Ecuador) y la suba del precio del transporte público subterráneo (Chile).

En las dos semanas que duró el conflicto en Ecuador se reportaron cinco muertos, 550 heridos y más de mil detenciones (link). Tras el anuncio del presidente Moreno de derogar las medidas dictadas se está viviendo una tensa calma. Por su parte, en nuestro vecino Chile la situación es aún más grave: al 24 de octubre se cuentan 19 muertos y más de 2.600 detenidos –con varias denuncias de torturas y abusos. Y cabe señalar que las protestas sociales no han cesado con las medidas decretadas por presidente trasandino Piñera. 

Para ubicar estos conflictos en contexto, cabe señalar que en Ecuador las medidas de ajuste económico y político que están siendo implementadas han impactado dramáticamente sobre el conjunto del pueblo. Recordemos, también, que en marzo de este año el gobierno de ese país firmó una carta de intención con el Fondo Monetario Internacional (FMI) en el cual se comprometió a implementar un severo ajuste fiscal, una revisión de los subsidios a los combustibles y una reforma tributaria con enfoque en impuestos indirectos y flexibilización laboral. Medidas que implicarán una redistribución del ingreso regresivo, cuyo ejemplo se ve en el caso de Argentina: tras un año y medio de la vuelta al FMI propuesta por el gobierno de Mauricio Macri, la pobreza alcanzó casi el 40% y cerca de un millón de personas cayeron en la indigencia. 

Lo paradójico fue que el presidente ecuatoriano Lenín Moreno fue electo democráticamente, hace ya dos años y medio, como continuador del proyecto político iniciado por Rafael Correa, su Alianza País y la llamada Revolución Ciudadana, tras ser su vicepresidente durante seis años. Sin embargo, inmediatamente después de asumir el cargo se distanció de los postulados por los cuales la mayoría del pueblo del país andino lo apoyó con su voto, traicionando no sólo a su alianza política sino a toda la ciudadanía. En 2017, el candidato de la Revolución Ciudadana ganó las elecciones presidenciales, pero el movimiento político electo perdió, en ese hecho, el gobierno de la República.

En el caso chileno la situación es más compleja. El país considerado modelo por la derecha latinoamericana presenta un sistema neoliberal implementado a sangre y fuego por la dictadura de Pinochet (1973-1990). Sus bases fundamentales jamás han sido discutidas por los gobiernos democráticos y el mercado es el único regulador, con una marcada desprotección laboral y en el acceso a derechos básicos como la salud, educación y jubilación, que están privatizados u ofrecidos mediante sistemas de créditos que sobre-endeudan a la ciudadanía. A grandes rasgos ese es el modelo que ha provocado consecuentemente una desigualdad social muy marcada, donde el 99% de la población se reparte lo que deja el 1% (Link). Tal como se repite en las manifestaciones, las protestas “no son por 30 pesos (el precio al que subiría el metro) sino por 30 años”.

El presidente Sebastián Piñera (en su segundo mandato presidencial), proveniente de la elite empresaria chilena, ante estas manifestaciones no tuvo mejor idea que declarar que su país “estaba en guerra”, desatando una feroz represión sólo comparable a los años más oscuros del pinochetismo. Días después pidió perdón a su pueblo, volvió atrás con las medidas restrictivas y anunció un paquete de políticas sociales. Pero a diferencia de lo sucedido en Ecuador, el pueblo chileno no abandonó las calles: lo que se cuestiona al día de la fecha no es una medida específica sino las bases de un modelo de desarrollo excluyente.

Especial atención debemos tener ante la irresponsable operativa aplicada por gobernantes neoliberales de la región al atribuir responsabilidades por conflictos políticos internos a otros actores externos, como lo esgrimido por el llamado Grupo de Lima el día 8 de octubre al acusar –sin prueba alguna– al gobierno venezolano de Maduro por la crisis social ecuatoriana. Insistimos: las manifestaciones no tuvieron otro origen que las medidas de liberalización económica en sectores de la producción nacional cuyos efectos negativos se sentirá en la mayoría de la población del país hermano. Medidas que fueron apoyadas y sostenidas por una pequeña minoría financiera, empresaria e importadora y por el FMI. Peor aún, la acusación se repitió en el caso chileno, como el caso del canciller argentino Jorge Faurie, quien el 22 de octubre dejo textual: “una brisita bolivariana busca desestabilizar la región”.

De la UNASUR al PROSUR

Este tipo de declaraciones, lejos de buscar apaciguar los ánimos, no hacen más que echar leña al fuego. Sobre todo teniendo en cuenta hechos del pasado reciente y las decisiones tomadas con respecto a la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR). A comienzos de este año, los actuales gobiernos de Argentina y Brasil efectivizaron su salida de ese organismo junto con Chile, Colombia y Paraguay –entre otros. En abril, los presidentes Piñera y Duque (presidente de Colombia) crearon el Foro Para el Progreso de América del Sur (PROSUR), invitando a los demás Estados. Argentina, Brasil, Perú y Paraguay aceptaron rápidamente la invitación. Cabe destacar que hasta ahora se realizó solo una cumbre, en lo que parece indicar que más que un foro presidencial se trata de un club de amigos neoliberales.

La UNASUR, en cambio, es un organismo creado en 2008 en el cual confluyeron gobiernos de distinta orientación ideológica (como la Colombia de Álvaro Uribe y la Venezuela de Hugo Chávez, por ejemplo). Se irguió tempranamente como un organismo de mediación eficaz ante situaciones de crisis, ratificando a la región como zona de paz, fundamentalmente mediante los consensos que se obtenían por la llamada diplomacia presidencial.

Por medio de la UNASUR se lograron desactivar importantes focos de conflicto a través de negociaciones pacíficas, como podemos recordar en el caso de Bolivia en 2008, tras los intentos secesionistas de los prefectos de la llamada Media Luna (Santa Cruz, Tarija, Beni, Pando y Chuquisaca), quienes pretendieron dar un golpe de Estado al presidente Morales, apoyados por la embajada de Estados Unidos (EE.UU.). La mediación del organismo en el conflicto entre Colombia y Venezuela fue otro hito: en agosto de 2010 se produjo la ruptura de relaciones entre ambas naciones, pero el conflicto se logró solucionar mediante el establecimiento de un mecanismo de cooperación entre ambos países fronterizos. Asimismo, podemos recordar el caso del propio Ecuador, que sufrió un motín de las fuerzas de seguridad contra el presidente Rafael Correa en octubre de ese mismo año. En todos estos casos la UNASUR tuvo una actuación apaciguadora destacada.

Por el contrario, el flamante PROSUR, fiel reflejo del nulo interés integracionista de los gobernantes conservadores, no se ha pronunciado al respecto de los últimos y violentos acontecimientos en la región, ni ha intentado celebrar cumbre alguna para calmar los ánimos en Chile. En el caso de Ecuador, tras dos semanas de silencio y horas antes del anuncio de Lenín Moreno, apenas atisbó a emitir un tibio comunicado brindándole su apoyo al presidente.

Comparando el actuar de UNASUR, por un lado, y del PROSUR por otro, vemos diferentes modos de actuar ante situaciones similares. El organismo atacado hasta su desestimación actuó siempre en la búsqueda de soluciones pacíficas para las crisis que se desataron en los países integrantes. En cambio, a la luz de los últimos hechos, pareciera ser que quienes pregonan la desideologización de la región y la búsqueda de consensos para llegar a acuerdos amplios parecen no están interesados en aplicar en la práctica sus dichos. Esto comprueba que la voluntad integracionista es, como no podía ser de otra forma, una decisión política.

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