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El Péndulo Estratégico Turco, ¿Un espejo para América Latina?

En un mundo marcado por la competencia entre Estados Unidos y China, Turquía emerge como ejemplo de pragmatismo pendular: coopera con ambos sin rendirse a ninguno. ¿Puede América Latina encontrar en este modelo un camino para reforzar su autonomía y protagonismo global?


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por Francisco Muraglia


Ante el escenario internacional caracterizado por el ascenso de nuevas potencias, principalmente frente a la puja protagonizada entre la República Popular China y los Estados Unidos –en ascenso y tratando de mantenerse como hegemón, respectivamente–, los países que ocupan los escalafones medios cuentan con un puñado de abordajes posibles para proseguir con su desarrollo y no ser devorados en medio de la vorágine propia del Sistema Internacional.


Una opción que se encuentra en boga entre las llamadas “potencias medias” es el hedging, lo cual hace referencia a la selección estratégica de colaboraciones y enfrentamientos en función de un cálculo pragmático del interés nacional del Estado en cuestión y de que actor pueden satisfacer dichas necesidades de la mejor manera. Dicho término propio de la teoría de las relaciones internacionales encuentra diversas traducciones, aquí lo llamaremos péndulo estratégico. Con esto nos referimos a la capacidad de un Estado de oscilar entre polos de poder opuestos sin alinearse del todo con ninguno. Si utilizamos la traducción propia del mundo de las finanzas, es una estrategia de cobertura: colaborar en algunos campos, mantener distancia en otros, y así protegerse de riesgos mientras maximiza beneficios. Turquía ejemplifica esta lógica: estrecha lazos energéticos con Rusia, pero mantiene diferencias abiertas en el Cáucaso o en Siria; se niega a aplicar las sanciones Occidentales contra Moscú, pero le vende abultadas cantidades de armamento a Ucrania; es un miembro activo y relevante de la OTAN y está asociada al Mercado Común Europeo, pero se unió recientemente a los BRICS+ y profundiza su colaboración con la OCS. El péndulo es cálculo y pragmatismo.


Esta estrategia se diferencia notablemente de la alineación –bandwagoning– y del balance frente a las potencias líderes del Sistema Internacional, siendo la primera el accionar propio de los países aliados al hegemón según la cual acompañan y, según la situación y lectura, se someten a sus políticas; mientras que la segunda hace referencia a lo diametralmente opuesto, es decir, el accionar dirigido específicamente a limitar su poder e influencia.


La estrategia pendular no implica un accionar específico, sino que oscila –pendula– entre una variedad de políticas que pueden ir desde un “balance soft” hasta el “alineamiento indirecto”, pasando por posturas medias y siempre caracterizado por el pragmatismo económico y la compartimentalización de las relaciones, lo cual es evidente en la vinculación Ankara-Moscú.


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¿Qué significa ser una “Potencia Media”?


La definición de “potencia media” parte de una dicotomía inicial: no es posible categorizar de la misma manera a los actores tradicionales de poder medio, como Canadá o Australia, y a los Estados emergentes del sistema internacional que buscan reformar la distribución de poder en su favor, como Turquía, Brasil o Indonesia. Los primeros se caracterizan por su cercanía a Occidente y por prácticas político-sociales de corte democrático; tienden a alinearse con el liderazgo del hegemón estadounidense, rechazan la posibilidad de ejercer un liderazgo regional con visión integracionista y son, en general, sociedades acaudaladas. Las nuevas potencias medias, o potencias medias emergentes (PME), en cambio, tienden a buscar un rol de liderazgo en su región. Se distinguen por contar con una historia democrática reciente y vulnerable, con economías en expansión pero marcadas por una distribución desigual de la prosperidad. Además, suelen evitar estrategias de bandwagoning: lejos de alinearse automáticamente con Washington, rivalizan con él en áreas clave de sus respectivas agendas, especialmente en relación con su región inmediata o zona de influencia percibida.


Bajo esta lógica, Turquía opera como una PME por diversos motivos. En primer lugar, muestra una clara vocación de liderazgo regional: se presenta como referente en Oriente Medio y como protector de los pueblos musulmanes (ejemplo de ello es su posicionamiento actual frente al accionar israelí en Gaza), como actor influyente en el “Sur Global” –particularmente en África, con énfasis en el Cuerno de África y más recientemente en el Sahel–, y como abanderado de la Nación túrquica, que abarca desde Xinjiang, en la República Popular China, hasta Hungría, incluyendo a los Estados de Asia Central, Azerbaiyán y zonas específicas de Irán, Irak y Siria.


En segundo lugar, la historia democrática turca ha estado marcada por la presión de las Fuerzas Armadas sobre el poder civil hasta el segundo mandato del AKP, así como por una creciente concentración de poder en las altas esferas políticas. Esta dinámica, común en varios Estados de las regiones vecinas a Anatolia, contrasta con las prácticas occidentales y ha sido objeto de recurrentes críticas desde ese ámbito.


En el plano económico, Turquía constituye un tercer caso ilustrativo. Tras sortear con éxito la crisis financiera internacional de 2008, su economía ha atravesado una década y media de inestabilidad. Las políticas heterodoxas del presidente Erdoğan en torno a la relación entre emisión monetaria, tasas de interés e inflación, sumadas a las sanciones internacionales contra sectores clave, se tradujeron en la devaluación de la lira y en una pérdida sostenida de reservas. No obstante, el sector industrial alcanzó niveles históricos de exportación, y el tejido productivo de Anatolia se consolidó como uno de los principales bastiones de apoyo al oficialismo.


Un cuarto aspecto central es la conflictiva relación con Estados Unidos. Las mayores fricciones se evidenciaron durante la guerra civil siria, cuando Washington utilizó a milicias kurdas como brazo operativo contra ISIS, Al-Qaeda y el régimen de Bashar al-Assad. Ankara, por su parte, combatió activamente a las SDF, percibiéndolas como una amenaza directa a su seguridad nacional. En 2018, la decisión de adquirir el sistema de defensa antiaéreo ruso S-400 intensificó la rivalidad: Estados Unidos impuso sanciones, excluyó a Turquía del programa F-35 y afectó gravemente a sectores estratégicos como el hierro, el acero, el aluminio y la industria de defensa. La respuesta del Banco Central turco fue vender ingentes cantidades de reservas para contener el colapso de la lira, que aun así sufrió una devaluación del 113 % entre agosto de 2016 y agosto de 2018.


En el marco de la guerra en Ucrania, Turquía adoptó una posición de equilibrio estratégico. Rechazó reconocer las anexiones rusas –como ya lo había hecho con Crimea en 2014– y se erigió en mediador en iniciativas puntuales, entre ellas la Iniciativa de Granos del Mar Negro. Esta postura responde a dos razones: por un lado, Ankara no puede permitir un aumento sustancial del poder ruso en el Mar Negro; por otro, aprendió a compartimentalizar sus vínculos con Moscú tras la experiencia de confrontación con Washington, manteniendo la cooperación energética fuera de otras áreas sensibles. Así, Turquía no aplicó las sanciones occidentales contra Rusia, pero reforzó el comercio con Ucrania en condiciones ventajosas para el abastecimiento de sus tropas.


Los beneficios de esta estrategia pendular han sido significativos. Las sanciones estadounidenses comenzaron a levantarse gradualmente desde el retorno de Donald Trump a la presidencia, mientras se debate la posibilidad de reincorporar a Turquía al programa F-35. Paralelamente, su relación selectiva con Rusia le asegura acceso a hidrocarburos a precios competitivos, al tiempo que le otorga un papel geoestratégico central. Con la República Popular China, su adhesión a la Iniciativa de la Franja y la Ruta en 2013 y su acercamiento a la Organización de Cooperación de Shanghái –de la cual es socio de diálogo desde 2012 y a la que solicitó incorporarse en 2024– fortalecieron los lazos sino-turcos. En cuanto a la Unión Europea, si bien fue durante décadas un eje fundamental de la proyección internacional de Ankara, la pérdida de dinamismo del bloque y las tensiones derivadas de la guerra en Ucrania transformaron la relación: Turquía pasó a ocupar una posición de mayor influencia, especialmente gracias a su papel de mediador en el conflicto.


En definitiva, el conflicto en Europa oriental aceleró el ascenso turco en el sistema internacional. Su proximidad geográfica al teatro de operaciones, su fortaleza militar cada vez más autosuficiente y su reputación como mediador confiable durante los gobiernos del AKP le han permitido ocupar una posición privilegiada en la reconfiguración de un orden internacional caracterizado por la fragmentación y la inestabilidad.


¿Puede América Latina reflejarse en el caso turco?


Hay dos caminos para interpretar las posibilidades de la región y sus partes de cara al péndulo estratégico: América Latina desde sus diversas formas de integración regional –sea MERCOSUR, Alianza del Pacífico, CELAC, etc.– como un bloque que participa activamente en el Sistema Internacional o, analizado desde las partes, según la proyección de Estados puntuales de la región que ostentan el título de “potencia media”, sea el caso de Argentina, Brasil y México. Partiendo de la mera observación del grado de integración regional, la lógica apunta a que resulta más factible ver a países puntuales ejercer una estrategia pendular en su política exterior que a todo el bloque en su conjunto. Es por esto que se optará por seguir dicha línea de análisis.


El caso de Brasil es el más trabajado en la literatura debido al rol que ocupa en el Sistema Internacional como actor clave dentro de la alianza informal de los países del denominado “Sur Global”. A nivel regional, ejerce un claro liderazgo en América del Sur, consolidándose como interlocutor central frente a iniciativas externas. Su pertenencia simultánea a organismos como la OCDE y los BRICS le otorga la capacidad de vincularse tanto con el bloque occidental como con el principal grupo contrahegemónico. Se trata, de hecho, del único miembro de los BRICS que mantiene una relación estrecha con la organización atlantista, lo que acentúa la particularidad de su posición. Brasil es consciente de esta ventaja estructural y la utiliza estratégicamente, oscilando entre Washington y Beijing para obtener beneficios de ambos y mitigar los costos de un distanciamiento excesivo con alguno de ellos.


En términos teóricos, la existencia de una hegemonía consolidada suele incentivar a los demás Estados a balancear —ya sea mediante el fortalecimiento interno de sus capacidades económico-productivas o a través de alianzas externas—. No obstante, en un escenario caracterizado por la presencia de dos polos de poder, emerge la posibilidad de una estrategia pendular. Esta dinámica resulta especialmente atractiva para Brasil, dado que las otras alternativas —alineamiento o balance exclusivo respecto de los Estados Unidos— implicarían costos significativos: poner en riesgo su relación con la República Popular China, su principal socio comercial, o provocar tensiones con la administración estadounidense, su principal fuente de inversión extranjera directa y su proveedor esencial en materia tecnológica y de defensa.


Durante la presidencia de Luiz Inácio Lula da Silva se ha evidenciado un enfriamiento en las relaciones con los Estados Unidos, en parte por sus declaraciones críticas hacia Donald Trump, pero también por la creciente centralidad que el mandatario ha conferido a la relación con China. La cuestión que se plantea, entonces, es la siguiente: ¿se trata de una agenda pragmática, apegada a los principios del péndulo estratégico con el objetivo de obtener mejores ofertas desde Washington, o responde a una política exterior crecientemente ideologizada?


El caso de México responde a una particularidad evidente: la geografía. Su frontera con los Estados Unidos lo obliga a mantener una posición más conservadora en su política exterior. Según Stephen Walt (1987), la proximidad incrementa la percepción de amenaza entre Estados, ya que facilita la proyección de poder directo. Sin embargo, cuando el vecino inmediato ocupa una posición hegemónica en el Sistema Internacional, rivalizar con él equivale a un suicidio político y económico.


No obstante, resulta llamativo que la principal fuente de importaciones mexicanas sea la República Popular China. Al analizar este fenómeno en detalle, se observa que, lejos de debilitar la centralidad estadounidense, termina reforzándola: gran parte de esos bienes son procesados en México y posteriormente exportados al norte, lo que permite a los Estados Unidos acceder a productos de menor costo dentro de cadenas de valor integradas.


Si observamos el posicionamiento internacional de México a la luz de las condiciones necesarias para practicar una política pendular, advertimos que no las cumple. México no forma parte de alianzas contrahegemónicas y depende en gran medida de la economía estadounidense para garantizar estabilidad y crecimiento, al menos en el corto y mediano plazo. Algunos datos de 2024 ilustran con claridad esta dependencia: entre el 80% y el 83% de sus exportaciones tienen como destino los Estados Unidos, de las cuales un 88,5% corresponden a bienes industriales, con un valor total cercano a los 505.000 millones de dólares; además, México representa alrededor del 16% de las importaciones totales de su vecino del norte. A esto se suma una fuerte dependencia tecnológica, industrial y en el entramado de cadenas globales de valor.


En consecuencia, la potencial política pendular mexicana se encuentra severamente limitada por su dependencia estructural. México no oscila: orbita alrededor de los Estados Unidos.


Por su parte, la Argentina ocupa una posición intermedia entre Brasil y México: carece de las cuotas de poder y de la gravitación institucional del primero en el sistema de toma de decisiones global, pero al mismo tiempo no exhibe la dependencia estructural tan marcada hacia un actor específico que caracteriza al segundo. Sus exportaciones se distribuyen de manera relativamente equilibrada entre la República Popular China (~7%), Brasil como principal socio dentro del MERCOSUR (~16%), la Unión Europea (~13%) y los Estados Unidos (~7%). Esta diversidad, que abarca desde commodities hasta productos farmacéuticos, autopartes y servicios financieros, otorga a Buenos Aires un margen de maniobra que, en otras circunstancias, podría nutrir una estrategia pendular de mayor sofisticación.


En el terreno financiero, sin embargo, los lazos de dependencia son evidentes y estrechos. La Argentina se encuentra ligada simultáneamente a Beijing, mediante un swap de divisas por 18.000 millones de dólares, y a Washington, a través de compromisos crediticios con el Fondo Monetario Internacional que alcanzarán los 61.000 millones de dólares al completarse el último desembolso. A ello se suma el reciente anuncio conjunto de los presidentes Javier Milei y Donald Trump, que confirma negociaciones entre el Tesoro estadounidense y el Banco Central de la República Argentina para establecer una línea de crédito por 20.000 millones de dólares en el marco del denominado Fondo de Estabilización de Cambios.

 

Conviene subrayar, no obstante, que la política exterior de la actual administración se distancia del pragmatismo pendular. En su lugar, se aproxima al bandwagoning, o, si se prefiere una expresión autóctona, al “realismo periférico” de Carlos Escudé: una política exterior concebida para Estados débiles, formulada a fines del siglo XX, pero ejecutada hoy con un desfase histórico que bordea lo anacrónico.


La pregunta que se formulaba en el caso de Brasil —si la estrategia responde a un cálculo pragmático de maximización de beneficios o a un sesgo ideológico— halla en la Argentina una respuesta inequívoca. La actual conducción parece menos guiada por el arte del equilibrio diplomático que por un impulso doctrinario, en el que la adhesión simbólica a banderas ideológicas prevalece sobre la ponderación fría de los intereses nacionales.


¿Qué puede ofrecer Turquía a la región?


La experiencia turca como potencia media emergente puede servir de referencia valiosa para América Latina, fundamentalmente a Argentina y Brasil. En un contexto de desorden internacional y creciente multipolaridad, Ankara ha demostrado la capacidad de maniobrar entre polos de poder sin diluir su autonomía estratégica. Este “péndulo estratégico” no es un ejercicio teórico, sino una práctica política que combina cálculo, pragmatismo y obtención de beneficios concretos.


En el plano industrial, Turquía está dispuesta a ofrecer el know-how necesario para llevar los procesos industriales al siguiente nivel productivo, haciendo uso de los recursos y mano de obra local, incorporando la experiencia en diversos rubros que abarcan la industria farmacéutica, la construcción y la industria de defensa. En este último punto resulta central destacar que la Argentina carece de un complejo industrial de defensa capaz de satisfacer sus propias necesidades estratégicas, mientras que Turquía es un caso de éxito de Estado que pasó de la dependencia total en las importaciones occidentales a contar con un abastecimiento altamente autosuficiente; no solo es una cuestión de defensa de la soberanía nacional, sino que también abre la puerta a generar ingresos por exportaciones y, en el proceso, puede generar miles de puestos de trabajo.


A su vez, la economía turca se encuentra en un proceso de diversificación de mercados que posiciona a América Latina como una región de gran interés por su nivel de desarrollo medio, su relativa paz y su riqueza en cuanto a recursos naturales estratégicos necesarios para el desarrollo productivo de Anatolia. La cooperación Sur-Sur tiene el potencial de generar una dinámica de beneficio mutuo, minimizando los riesgos de relaciones asimétricas, en tanto Turquía ocupa una posición intermedia en el Sistema Internacional.


Dicha cooperación Sur-Sur se extiende al plano diplomático, puesto que Turquía puede obrar como la puerta de entrada a regiones distantes como Oriente Medio o Asia Central, así como un interlocutor confiable en la proyección hacia África. Tanto América Latina como su contraparte turca comparten una visión favorable a la democratización de los organismos de toma de decisiones globales, ya sea en el plano político –Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas– o en el financiero –Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial–, lo cual se sustenta al considerar la diversidad de organizaciones de las que Ankara forma parte.


Pero la proyección turca no se limita a lo económico, diplomático o militar. En las últimas dos décadas, becas, intercambio académico y cooperación cultural se han consolidado como herramientas clave de Ankara en África y Asia Central. Extender esta estrategia a América Latina podría generar un puente duradero entre sociedades, cimentando la confianza política a partir del contacto humano.


Turquía no solo ofrece a América Latina cooperación económica y política, sino también la posibilidad de pensar una estrategia de inserción internacional más plural, menos dependiente de los grandes polos y basada en sinergias horizontales. Para una región que oscila entre el deseo de autonomía y la presión de las grandes potencias, el “péndulo estratégico” turco no es únicamente un modelo a observar: puede convertirse en una herramienta compartida para ampliar los márgenes de maniobra en un sistema internacional cada vez más fragmentado.

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