Orden externo y orden interno: interés nacional y democracia con justicia social ambiental
- Gustavo Ignacio Míguez

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Argentina enfrenta el desafío de recuperar un rumbo propio que combine desarrollo productivo, justicia social y soberanía. En un mundo marcado por la concentración económica y la crisis ambiental, el país necesita un proyecto nacional capaz de integrar inclusión, tecnología y visión estratégica para garantizar un futuro sostenible.

Por Gustavo Ignacio Míguez
En notas anteriores,[1] junto a Facundo Muciaccia pusimos el acento sobre la noción de “ciudadano verde”. Creación política de las últimas décadas que, como todos los productos que se introdujeron en la pos-globalización, devino rápidamente comerciablizable y de utilidad para la agenda global de los Estados, como también para grandes empresas y ONG internacionales.
En efecto, con esa sutileza que ha caracterizado buena parte de la lógica neoliberal, la búsqueda por reportar una mitigación palpable del impacto ambiental en Foros internacionales y, al mismo tiempo, la necesidad de mantener y acrecentar la rentabilidad de los paquetes accionarios y la fluidez financiera, ha sido característica de casi todos los gobiernos y planes económicos en la región. Tal es así que nuestra matriz productiva no se ha modificado –a grandes rasgos– durante las últimas décadas: extractivismo de metales y minerales, modelos agroexportadores de materias primas, grandes extensiones de tierra arrendadas por muy pocas firmas, control logístico en mano de potencias extranjeras o nula presencia soberana en nuestro Mar y plataforma continental. Factores todos que indican que se trata de algo mucho más abarcativo, una marca de época, acaso una razón normativa global.
Tal es así que a los Estados se les ha exigido para acceder a facilidades de crédito que, en mayor o menor medida, sean garantes prioritarios de la consigna del derecho a un ambiente sano, entendido como un derecho humano universal de acuerdo a una Disposición de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) del año 2022. Pero, al mismo tiempo, esto no impidió el solapamiento de la consigna con nuevas modalidades de la estructura de negocios imperante: son las grandes empresas las que con ahínco vieron el beneficio de adquirir “bonos verdes”, seguros de impacto ambiental, o recibieron contratos jugosos con los Estados gracias al financiamiento de organismos multilaterales de crédito.
¿Entonces? Detrás de la emisión sin freno de gases de invernadero, la destrucción de espacios verdes para sembrar torres y edificios, la contaminación de plástico en nuestro Río y en el Mar Argentino, o nuestras napas saturadas y contaminadas, lo que se mantuvo imperturbable es un modelo productivo y de acumulación que desordena prioritariamente el acceso a derechos básicos. Desde ese diagnóstico, repensar la soberanía de un país conlleva detenerse en primera instancia en el interrogante: ¿de quién es la tierra? Para inmediatamente pensar, a su vez: ¿cómo distribuimos los recursos existentes para que todos puedan acceder a las mismas oportunidades? ¿Cómo generamos nuevas riquezas? ¿Y cómo evitamos destruir todo en ese movimiento?
Esa doble y hasta triple conjugación nos lleva a pensar que no alcanza solo con lograr discutir quién dispone de la tierra sino también qué se hace con ella y qué hacemos particularmente nosotros con nuestras prácticas, nuestros hábitos y nuestras demandas como ciudadanos en torno a los modos de habitar, es decir, de vivir las ciudades en la que decidimos proyectar nuestro futuro. Pues queda en evidencia que lo que se ha vuelto necesario es un nuevo ordenamiento territorial que sea sostenible y que, al mismo tiempo, nos exija reflexionar y realizar una transición respecto de nuestros métodos de producción. Si y sólo si todavía queremos como país brindar una propuesta coherente sobre la preservación ecológica, la conservación de la vida y la grandeza de nación.
Tarea cada vez más difícil si las sociedades de consumo, centradas en sí misma y sin reconocimiento del territorio que habitan y la comunidad que las conforma y sostiene, terminan por desenvolverse como sistemas sociales de despilfarro masivo, o donde sus sujetos políticos, perdidos en su individualidad acérrima, no son más que otro engranaje de la cadena de consumo. El consumidor se consume a sí mismo: el ser humano, cegado por esa lógica cortoplacista, va de a poco destruyendo lo que le sirve de base de sustentación. Y no se trata de una mera consigna moral, sino de un fenómeno cuantificable: la degradación ambiental es complementada por una degradación social, donde los que menos tienen siempre son los primeros en sufrir las peores consecuencias de la destrucción del ambiente, de la contaminación por agrotóxicos y derivados, o de los efectos más emblemáticos del cambio climático.
Es el desafío de nuestra generación encarar el desarrollo del país, pero desde una conciencia crítica, ambiental, que marque la agenda de políticas públicas proponiendo soluciones situadas en nuestra realidad nacional y regional.
Argentina y Latinoamérica tienen su territorio, historia cultural e idiosincrasia común, y tenemos que contar con más metros cuadrados por habitantes en espacios verdes y públicos, es verdad, pero desde una perspectiva situada en nuestras necesidades propias y originales/originarias. Y a riesgo de sonar reiterativo, aclarémoslo: no hay soluciones mágicas, pero definitivamente no se va a lograr nada si partimos de un proyecto de integración a un circuito comercial que no problematiza su matriz productiva. Por ejemplo, si no frenamos las concesiones indiscriminadas en el marco del famoso “triángulo del litio” y las denominadas “tierras raras”, o en el involucramiento pasivo en la logística de la cuenca Paraná-Río de la Plata. Eso poco tiene que ver con una patria grande, americana, y mucho con el interés concreto de países concretos que prefieren negociar desde nuestra fragmentación regional o con un país debilitado.
La consideración de la dimensión geopolítica nos indica que son los países “más avanzados” los que producen la mayor destrucción del ambiente. Y son los y las más pobres de los países más pobres los que primeramente sufren el descalabro social-ambiental. Para que las potencias y países tecnológicamente más avanzados –se trate de Estados Unidos, de China o de las potencias europeas– puedan vivir su cultura de despilfarro necesitan consumir –léase: destruir sin regular– nuestras reservas naturales. Lo que nosotros necesitamos es, acaso, más simple: defender el interés nacional en cada caso, en cada oportunidad.
De allí que debamos reparar en una crítica profunda a un sistema complejo que pendula desde mecanismos de subjetivación globalizada entre lógicas de consumo y lógicas de complicidad local. Armazón férreo que bloquea cada intento por oponer barreras reales que contengan el impacto y el daño al ambiente y a nuestras comunidades (por no hablar de realizar transformaciones profundas en nuestra matriz productiva, sueño a estas alturas utópico).
En todo caso, este segundo cuarto del siglo XXI argentino pareciera mostrarnos un horizonte conspicuo, marco ideal para todo tipo de estafas piramidales y una convivencia civil reducida a su mínima expresión, que hace ya mucho tiempo ha sido monopolizada por grandes corporaciones, marcas, algoritmos y algunos pocos nombres propios.
Reconocemos que este diagnóstico ciertamente es pesimista, y se apoya en las consecuencias palpables que nos arrojan las noticias que se extienden a lo largo y ancho de nuestro planeta (la Casa Común, como lo llamara el Papa Francisco). Las sociedades ultra tecnificadas (tecnocráticas) siguen creyendo ciegamente en un progreso lineal e incuestionable. He ahí el mayor de los desafíos, porque no hay IA ni algoritmo que repare, al menos hasta el momento, en el tendal de vidas humanas y no humanas que han sido arrojadas a habitar las ruinas de las cartografías políticas del descarte.
Quizás, justamente, ese dolor hecho carne sea, no obstante, lo que permita que volvamos a encarar con rigurosidad la pregunta por la felicidad popular; pregunta que jamás deberíamos haber abandonado en nuestro léxico político y civil. Pero, para lograr una transformación profunda de las condiciones que exportan los países que son potencias a países como el nuestro, es necesario reforzar internamente los mecanismos democráticos y poner en suspenso la rosca y el simulacro. La farsa se repitió hasta el hartazgo y siempre termina en una tragedia popular. Lo que es decir: hay que jugársela y arrojar al actual hastío de la discusión política estetizada programas políticos verdaderos e integrales, con la mirada de quien escruta el horizonte pero sabe dónde está parado. Y a dónde quiere ir. Dicho de otro modo: la tormenta sólo amainará cuando en el horizonte interno emerja, una vez más, y con renovado e inclaudicable compromiso, una democracia con justicia social-ambiental.[2]
Referencias:
[1] “Pensamiento estratégico en la incertidumbre de la crisis ecológica”: https://www.cedesarrollointegral.com/post/pensamiento-estrat%C3%A9gico-en-la-incertidumbre-de-la-crisis-ecol%C3%B3gica; “Urgencia ecológica y modelo nacional socioambiental”: https://www.cedesarrollointegral.com/post/urgencia-ecol%C3%B3gica-y-modelo-nacional-socioambiental.
[2] Hemos trabajado previamente este concepto en “Desarrollo sostenible y democracia con justicia social”: https://www.cedesarrollointegral.com/post/desarrollo-sostenible-y-democracia-con-justicia-social.




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